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martes, 16 de febrero de 2021

El mito del perro alano.


«Este tal Nicolás me enseñaba a mí y a otros cachorros a que, en compañía de alanos viejos, arremetiésemos a los toros y les hiciésemos presa de las orejas...»

                  — Miguel de Cervantes .Novelas ejemplares, El coloquio de los perros.




En la génesis del siglo XXI, el destino decidió revelarme, oculta y olvidada, la prodigiosa historia de una casta de perros legendarios que en la antigüedad señoreaban las nobles artes de la caza, la guerra o la tauromaquia. Eran animales procedentes de una Iberia ancestral, de orígenes tan primitivos como las radiantes yeguadas marismeñas de al-Ándalus o nuestro indómito toro de lidia.

Como decía, quiso el antojadizo destino, que descubriera al mítico cánido en una afortunada visita al veterinario. Una recomendación, invencible, sentenció que fuera un alano el próximo perro en nuestras vidas. Ya fuera por intuición o tal vez por designio deontológico de la eminencia que regentaba la clínica y que durante tantos años obró verdaderos milagros con nuestros animalillos. Aún recuerdo que desde la temprana época en la que yo era un caballerete narcotizado por la historia y las gestas de Homero o Jenofonte, precisaba nutrir la imaginación de lances y aventuras en cada escapada de la fastidiosa monotonía; y mi tierna mirada lo contemplaba como al sanador de bestias, un auténtico albéitar de antaño medieval. Se llamaba José Luis Pazos.

Sin saber cómo, y sin haber imaginado nunca antes que pudiera estar preparando la adquisición de un perro de presa, comencé un esmerado trabajo de documentación y aprendizaje, entablando amistades del mundillo y preparando, como mejor sabía y podía, la llegada de un hipotético agarrador atávico de reses. Antes de forjar la alianza con mi primer alano de carne y hueso, conocía de boca de Pazos, algunos detalles que sosegaron mi agitada cabeza, rebosante de inquietud ante la mala fama de los perros de presa, que para más remate, al tratarse de un apresador de caza, se me describía en la mente como una suerte de Cancerbero devorador de jabalíes, y me preguntaba si el animal no sería irreparablemente fiero e indomable para mí. Memoricé como un mantra ciertas palabras del veterinario: «El alano es un perro rústico, equilibrado y libre de enfermedades congénitas». Tan considerable era la confianza hacia el veterinario y holgada la devoción de sus entregados amigos de dos y cuatro patas, que no dudé un segundo en embarcarme en tamaño compromiso. 

Era inmensa la fama de sus perros y escasos los ejemplares, así que anduve varios meses con la incertidumbre de estar ascendiendo en una sofocante e interminable lista de espera. Joaquín Cárdenas, golondrino encartado, viajero infatigable y afectuoso tutor; fue el alanero aconsejado por José Luis Pazos. De leyenda a leyenda; con sus luces, iluminaron con transcendente erudición mis primeros pasos en el manejo de los alanos. Y así fue como desde el principio, gracias a ellos, advertí que no sólo era un perro, sino que era el «rey de los perros».

El estudio del mito, bien encaminado gracias a valiosas pistas depositadas en las conversaciones con mis amigos, reveló una fascinante sucesión de huellas históricas. Los perros alanos comparecían en el arte y la literatura con presencia hegemónica en conocidos textos y pinturas de carácter cinegético de la Baja Edad Media, para en siglos posteriores, protagonizar abundantes participaciones en la vida cotidiana y popular del siglo XIX. Hasta la desaparición oficial de la raza poco antes de la Guerra Civil, como más adelante explicaré.

Empecemos por su propio nombre; alano, ¿de dónde proviene?. Sin ninguna duda del bárbaro pueblo alano, que junto a suevos y vándalos, cruzaron los Pirineos en el siglo V con el propósito de ocupar la Diocesis Hispaniarum del Bajo Imperio Romano(1). Los alanos eran una confederación de pueblos esteparios y nómadas. De los bárbaros anteriormente citados, el pueblo alano era el único de raíces no germánicas, y geográficamente, el más oriental en la frontera euroasiática. La ubicación original del pueblo alano es referida por el historiador romano Amiano Marcelino y descrito en un lugar en medio de las grandes planicies y «soledades» de Scythia, en el país de los sármatas. Los alanos eran una confederación de pueblos de organización tribal y con una acentuada exaltación guerrera de cuya actividad quedaba exenta por completo la agricultura. Sin embargo, conducían grandes rebaños vacunos por las estepas y eran afamados criadores de caballos, a los que adoraban y enaltecían con atuendos, panoplias y el acicalado de colas y crines. Es célebre el amado caballo alano de nombre Borísthenes, que montaba el mismísimo emperador baético Adriano, siempre tras los jabalíes y venados en sus adoradas cacerías. Al igual que Adriano, las tribus alanas también adoraban la caza, actividad que proporcionaba alimento y adiestraba su instinto beligerante. La ganadería, la caza y la guerra confeccionaron al perro que siempre acompañaba y auxiliaba a esos humanos de las estepas euroasiáticas.

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